martes, 7 de diciembre de 2010

Me gusta la perspectiva de tener una noche libre a mi entera disposición. Y digo esto porque últimamente no es frecuente sacar en mi vida un momento de reflexión ante los folios en blanco y mucho menos que, entre esa escasez de tiempo, encuentre la inspiración que tanto necesito. Hoy, tras una mañana entera entregada al sueño, un paseo bajo la lluvia con Bambi y un susto de medio minuto de duración, sería capaz de reír y llorar al mismo tiempo: ahora los sentimientos me son indiferentes. Por mucho que intente remediarlo, no puedo más que quitarle hierro a los hechos acaecidos durante estos últimos días.

A veces el destino te pone entre la espada y la pared y te sientes incapaz de elegir tu propio camino. Y la bebida no hace más que agravar la situación. La desesperanza emana a chorros y las lágrimas no se secan con vanas palabras de consuelo que no buscan sino una sonrisa fugaz, en vez de un estado anímico sosegado.

Este sábado no fue de esa clase de días. Las lágrimas no brotaban desde mi cajita particular de tristezas, sino que procedían de un lugar hasta ahora inexplorado. La claridad que normalmente no viene a por mí se hizo presente en los lavabos de azulejos verde oliva. Los destellos cristalinos bailaban entre la seguridad plena y una súplica de desaliento nocturno. Y, más que las miradas de comprensión procedentes de mi compañera de salvación, era mi confianza extrema lo que me animaba a luchar y no tirar la toalla ante las dudas de los demás. Yo creo. Me lo ha demostrado en los momentos más cálidos y bajos, en el frío enero y en el fulgor de la noche veraniega. Y eso no lo destruye ningún rumor, ni ninguna mala intención. Sólo él o yo.

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