La gente suele hacer borrón y cuenta nueva el día 31 de diciembre. Ese día escriben listas de propósitos de Año Nuevo o piden doce deseos para el año venidero. Y sin embargo, yo considero que el fin de un año y el principio de otro se sitúan en septiembre, después del verano.
En septiembre "se despoja el hombre de lo viejo para vestirse de nuevo", como decía Cervantes, y se desclava del aire que ha habitado en agosto para volver a casa, para enraizarse y sembrarse otra vez, dejando atrás un sueño en que la memoria feliz colmaba los recuerdos en las últimas playas o parques. El que regresa, con los ojos homdos de otros paisajes, recorriendo cada habitación y descubriendo cómo las paredes y los zócalos recobran perfiles y color al subir las persianas, aún se encuentra allí aunque ya esté en su casa, porque a sus pupilas las dividen paisajes idénticos y opuestos por el vértice, y debe revisarse desde el antes, recubrir el motivo, la causa, el impulso, la razón, y el porqué, y el porqué del porqué, para verse de nuevo y entenderse. Los fragmentos de sí, distantes unos de otro, dispersos y recónditos, deben reintegrarse. Toca pensar en lo que se ha vivido con la continuidad al darse cuenta, elaborando lo que supone para cada uno aquello de lo que se percata, ubicándose, reordenándose y rescatándose en su propia historia de vida.
Ahora es septiembre, el mismo septiembre de cada año. Y tú regresas nuevamente hacia ti misma, después de un viaje de luces y de sombras. Tu silencio y tu voz por fin encajan, deciden golpear puertas cerradas y edificar sobre las destrucciones a favor de tu ausencia que se ha hecho presencia. Si te sientes despojada, te das cuenta de que sólo has perdido los accesorio. Que por eso Simbad se enriqueció en sus viajes tras perderlo todo, salvo a sí mismo. Del viaje rescatas lo esencial y eliminas lo superfluo: no puedes recordar cada minuto. Eres memoria, eres olvido. Eres lo que ganarás, pero también lo que has perdido.
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