El exceso de calor hace mella en nuestra capacidad de razonamiento. Cada tarde que me siento en la silla frente a una pila inmesa de lecturas lo verifico. A 20º nuestro intelecto se encuentra en su momento álgido, debatiéndose entre la exquisited de las temperaturas y el deseo de concentración. Y si el cielo está despejado y brilla el sol, mejor que mejor. Pero a 35º la cosa cambia. Si los helados se derriten al mínimo contacto con el aire sofocante no quiero ni pensar en lo que estará pasándole a mi cerebro. Efervescencia en estado puro. Psicosis repentinas y ganas de llorar esperando a que el Red Bull haga efecto. Son las tardes de mediados de agosto. Tan deseadas en nuestro calendario, y tan diferentes a como las habíamos planteado. Resignación, agua fría y unas dosis de tranquilizantes y a seguir adelante.
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