Ojos rasgados. Mirada profunda posada impaciente al final de las escaleras, escondida a la puerta del garaje, a 7 kilómetros de sus sueños o en el fin del universo (llámese así o Seat Toledo). Que no me hace falta pintarme la raya-para-emular-tu-mirada-china. Que a mí con subirme a un segundo piso abandonado con un piano desafinado me vale. Sólo siéntate sobre esa butaca. Posa tu mirada en la inmensa sonrisa de dientes blanco y salientes negros.
Él es una tormenta de tranquilidad. Un remolino de tiempos lentos y prestos. Un historiador de partituras. Que todo se encuentra en su mente, en esa cabeza llena de música y de ganas de velocidad. En esa cabeza y en esas manos que esconden monedas, caramelos y cartas. En ese espacio mágico en el que todo desaparece y regresa en forma de sonrisa. En ese capuccino de lunes por la mañana. En esos ojos rasgados mirando absortos un teléfono móvil que se empeña en seguir sonando en la planta baja de una discoteca de habla inglesa y ubicación zamorana.
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